I.
Aunque
tú no lo sepas la primera semana de todos los meses de julio paso frente al
hoyo donde habitan los fantasmas. Si uno se detiene, paciente, y la noche es lo
bastante densa, puede oírse esa voz como un mar de fondo, viniendo de un mundo
sin ojos en que se acumula la tristeza.
Nadie
recuerda su nombre, ni siquiera haberlos visto, pero ahí están: su zumbido
eléctrico, un pálpito bajo los pies, un idioma arcano y confuso que habla en
nuestras sienes, como la sangre.
En
esas fechas, en busca de algo de fresco, por evitar permanecer ocioso o tal vez
obligado ante tu negativa, dejo nuestra cama y recorro el trayecto que lleva
hasta el hoyo, abandonando la parte frontal de la casa, sus estancias
acristaladas, calurosas, expuestas a las miradas de paseantes solitarios. Para
huir sirven todavía las encrucijadas en los corredores, angostos, de la casa.
II.
Se
diría que nadie más conoce el lugar: hay que tomarse la molestia de descender
al sótano, atravesar esa puerta al final del pasillo, y salir al patio, donde
las enredaderas. Y uno diría que, después, descender por ellas, cerrando los
ojos, respirar hondo, abandonándose.
De
llegar allí, no resulta sencillo reconocer la ubicación exacta: el hoyo está
tapado con cera y parece más bien una mancha de óxido. Una mancha sobre una
baldosa rota o agrietada, una mancha tan lejos de la vigilia, del día y su
cuota de cansancio, de trabajo, de miseria.
No es
sino cuando uno duerme que se recuerda el camino: en los sueños no funciona
nunca Google maps, ni los teléfonos,
ni el GPS, y ningún mapa resulta necesario. Los sueños se detuvieron en la
escala tecnológica, pertenecen al último tiempo en que el alma puede
reconocerse a sí misma. Pertenecernos. Pero por desgracia en ellos los
fantasmas quedan del otro lado. Su recuerdo, hecho de cerraduras, se pierde con
las sobras de la noche previa, como un eco tras la última palabra de un cuento.
III.
Hay
que buscar otro modo. El que inexplicablemente me ha llevado hasta aquí para
ver que, en esta ocasión, la cera está reseca y parece sólida. Pero están, yo
sé, pese a los años, los fantasmas, o así es como yo los llamo. Alguna vez saldrán a reclamar lo que es suyo.
Esta casa, por ejemplo... y es curioso, porque en realidad no recuerdas haberla
poseído antes. Sentir su peso, como ahora. La casa es- lo sabemos- un enorme
fantasma, el escenario de un recuerdo impostado, la esfinge que reclama una
respuesta que no tengo, la enorme losa que sepulta la verdad fúlgida del
fracaso. No me extraña. Todos somos esfinges para otros. Todos, esa cuota de
preguntas mudas, sin respuesta. Tampoco los fantasmas me responden. Un murmullo
indecible suele encharcar la mente. Y traducirlo es en vano: sus palabras
podrían ser las mías, los ladridos rabiosos de un perro azul que nada significan.
IV.
En
noches como ésta compruebo si resiste el tapón que nos separa. Vigilo bajo el
rayo de luna que desciende por el tragaluz del patio. Todos los veranos,
lamentando no poder ser como los otros, llámeselos familia, amigos, ajenos, al
doblar una edad, fingiendo un sueño que ya no vendrá en habitaciones que
esperan el amanecer.
Cualquier
descuido, un dedo al azar hurgando distraído, la secreta curiosidad de las
cucarachas o los roedores en busca de alimento, podría acabar con la sensación
de seguridad con la que, insolentes, caminamos el resto del año.
"¡Cualquiera"- me digo, con un eco que fustiga el cerebro- "podría
reblandecer la cera, incluso uno mismo!". Entonces me veo en cuclillas,
preguntándome por qué habré venido con este mondadientes, por qué estoy
perforando esta noche de julio, hundiendo la madera humedecida en la costra del
recuerdo. Por qué deseo inútilmente que se acabe este miedo y sean los
fantasmas quienes gobiernen la casa, liberándonos de esta carga, y que seamos
nosotros los acurrucados, unos contra otros, huesos contra huesos, como en
aquel relato de Ayala, o de Rulfo, en el silencio tibio de la noche. "¿Por
qué?", les pregunto, pero no me responden, cubriéndome con su cáscara de
palabras mudas y pegajosas, haciéndome sentir que ahí acaba todo, mientras
resbalo por el hoyo de los fantasmas, inoculándome el veneno de la ataraxia, de
no sentir una alegría distinta, de no alcanzar una verdad con ello.
V
Finalmente,
el día pone en juego la maquinaria inmisericorde por la que los otros, jueces y
fingidores, se mueven cómodamente, como reptiles sin sueño. Aunque nos
lamentamos, nosotros también nos movemos por acción de sus engranajes, lo
sabemos, y julio quedará atrás y acabamos también viviendo y saliendo de la
casa sin saber cómo. O es la casa la que sale de nosotros, afuera, primero,
después, al otro lado de la calle, más tarde hacia otro barrio, en el extremo
opuesto de la ciudad, o hacia una ciudad diferente. Hasta que un día esa casa, o
esa ciudad, ya no existen, o son apenas un hoyo en una baldosa rota en un
pedazo de nosotros, una migaja inapreciable, el catéter infinitesimal por el
que no podremos desangrarnos aunque lo deseemos.
VI.
Hoy
también, como tantas veces, regreso, despuntando la mañana, a la cama de esa
habitación sin sueño. La misma habitación en que hace ocho años estuviste, a la
misma hora en que iniciamos aquel viaje, a la misma en que te abrazabas con tu
esposa, a la misma en que tu hermano y tú llorabais, unas horas más tarde del
instante en que colgabas la escena final de Bladerunner
en el blog que abriste un año antes, unos minutos antes del instante en que
llamabas a la funeraria, unas horas antes de ver desfilar una miríada de
rostros incomprensible, un día antes de sentirte extraño como nunca en una
habitación de hotel. Hoy, de nuevo, me acuesto a tu lado, te doy la mano y te
confieso que he fracasado: "No he logrado hablar a los fantasmas,
perdóname". Te cedo la palabra y me despido, a sabiendas de que habrá un
próximo verano.
Volvemos
a ser uno. Te despiertas, ya conmigo adentro, y no puedes verme. Nos reconocemos
en las letras que componen un nombre, Jesús, y seguimos viviendo en la
lucidez de saber a ciencia cierta que nos acompañará, intratable, para siempre,
esta intemperie sin mapa, el peso secreto de una casa, la sombra querida de una
ciudad en que una vez los fantasmas nos miraron sin decirnos nada.
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