2016-02-04

El hoyo de los fantasmas II



I.
Aunque tú no lo sepas la primera semana de todos los meses de julio paso frente al hoyo donde habitan los fantasmas. Si uno se detiene, paciente, y la noche es lo bastante densa, puede oírse esa voz como un mar de fondo, viniendo de un mundo sin ojos en que se acumula la tristeza.

Nadie recuerda su nombre, ni siquiera haberlos visto, pero ahí están: su zumbido eléctrico, un pálpito bajo los pies, un idioma arcano y confuso que habla en nuestras sienes, como la sangre.

En esas fechas, en busca de algo de fresco, por evitar permanecer ocioso o tal vez obligado ante tu negativa, dejo nuestra cama y recorro el trayecto que lleva hasta el hoyo, abandonando la parte frontal de la casa, sus estancias acristaladas, calurosas, expuestas a las miradas de paseantes solitarios. Para huir sirven todavía las encrucijadas en los corredores, angostos, de la casa.

II.

Se diría que nadie más conoce el lugar: hay que tomarse la molestia de descender al sótano, atravesar esa puerta al final del pasillo, y salir al patio, donde las enredaderas. Y uno diría que, después, descender por ellas, cerrando los ojos, respirar hondo, abandonándose.

De llegar allí, no resulta sencillo reconocer la ubicación exacta: el hoyo está tapado con cera y parece más bien una mancha de óxido. Una mancha sobre una baldosa rota o agrietada, una mancha tan lejos de la vigilia, del día y su cuota de cansancio, de trabajo, de miseria.
No es sino cuando uno duerme que se recuerda el camino: en los sueños no funciona nunca Google maps, ni los teléfonos, ni el GPS, y ningún mapa resulta necesario. Los sueños se detuvieron en la escala tecnológica, pertenecen al último tiempo en que el alma puede reconocerse a sí misma. Pertenecernos. Pero por desgracia en ellos los fantasmas quedan del otro lado. Su recuerdo, hecho de cerraduras, se pierde con las sobras de la noche previa, como un eco tras la última palabra de un cuento.

III.

Hay que buscar otro modo. El que inexplicablemente me ha llevado hasta aquí para ver que, en esta ocasión, la cera está reseca y parece sólida. Pero están, yo sé, pese a los años, los fantasmas, o así es como yo los llamo.  Alguna vez saldrán a reclamar lo que es suyo. Esta casa, por ejemplo... y es curioso, porque en realidad no recuerdas haberla poseído antes. Sentir su peso, como ahora. La casa es- lo sabemos- un enorme fantasma, el escenario de un recuerdo impostado, la esfinge que reclama una respuesta que no tengo, la enorme losa que sepulta la verdad fúlgida del fracaso. No me extraña. Todos somos esfinges para otros. Todos, esa cuota de preguntas mudas, sin respuesta. Tampoco los fantasmas me responden. Un murmullo indecible suele encharcar la mente. Y traducirlo es en vano: sus palabras podrían ser las mías, los ladridos rabiosos de un perro azul que nada significan.

IV.

En noches como ésta compruebo si resiste el tapón que nos separa. Vigilo bajo el rayo de luna que desciende por el tragaluz del patio. Todos los veranos, lamentando no poder ser como los otros, llámeselos familia, amigos, ajenos, al doblar una edad, fingiendo un sueño que ya no vendrá en habitaciones que esperan el amanecer.

Cualquier descuido, un dedo al azar hurgando distraído, la secreta curiosidad de las cucarachas o los roedores en busca de alimento, podría acabar con la sensación de seguridad con la que, insolentes, caminamos el resto del año. "¡Cualquiera"- me digo, con un eco que fustiga el cerebro- "podría reblandecer la cera, incluso uno mismo!". Entonces me veo en cuclillas, preguntándome por qué habré venido con este mondadientes, por qué estoy perforando esta noche de julio, hundiendo la madera humedecida en la costra del recuerdo. Por qué deseo inútilmente que se acabe este miedo y sean los fantasmas quienes gobiernen la casa, liberándonos de esta carga, y que seamos nosotros los acurrucados, unos contra otros, huesos contra huesos, como en aquel relato de Ayala, o de Rulfo, en el silencio tibio de la noche. "¿Por qué?", les pregunto, pero no me responden, cubriéndome con su cáscara de palabras mudas y pegajosas, haciéndome sentir que ahí acaba todo, mientras resbalo por el hoyo de los fantasmas, inoculándome el veneno de la ataraxia, de no sentir una alegría distinta, de no alcanzar una verdad con ello.

V

Finalmente, el día pone en juego la maquinaria inmisericorde por la que los otros, jueces y fingidores, se mueven cómodamente, como reptiles sin sueño. Aunque nos lamentamos, nosotros también nos movemos por acción de sus engranajes, lo sabemos, y julio quedará atrás y acabamos también viviendo y saliendo de la casa sin saber cómo. O es la casa la que sale de nosotros, afuera, primero, después, al otro lado de la calle, más tarde hacia otro barrio, en el extremo opuesto de la ciudad, o hacia una ciudad diferente. Hasta que un día esa casa, o esa ciudad, ya no existen, o son apenas un hoyo en una baldosa rota en un pedazo de nosotros, una migaja inapreciable, el catéter infinitesimal por el que no podremos desangrarnos aunque lo deseemos.

VI.

Hoy también, como tantas veces, regreso, despuntando la mañana, a la cama de esa habitación sin sueño. La misma habitación en que hace ocho años estuviste, a la misma hora en que iniciamos aquel viaje, a la misma en que te abrazabas con tu esposa, a la misma en que tu hermano y tú llorabais, unas horas más tarde del instante en que colgabas la escena final de Bladerunner en el blog que abriste un año antes, unos minutos antes del instante en que llamabas a la funeraria, unas horas antes de ver desfilar una miríada de rostros incomprensible, un día antes de sentirte extraño como nunca en una habitación de hotel. Hoy, de nuevo, me acuesto a tu lado, te doy la mano y te confieso que he fracasado: "No he logrado hablar a los fantasmas, perdóname". Te cedo la palabra y me despido, a sabiendas de que habrá un próximo verano.


Volvemos a ser uno. Te despiertas, ya conmigo adentro, y no puedes verme. Nos reconocemos en las letras que componen un nombre, Jesús, y seguimos viviendo en la lucidez de saber a ciencia cierta que nos acompañará, intratable, para siempre, esta intemperie sin mapa, el peso secreto de una casa, la sombra querida de una ciudad en que una vez los fantasmas nos miraron sin decirnos nada.

No hay comentarios:

"Sin embargo yo creo que aquel niño se fue con ellos y todos juntos viven con otras personas y es a ellos a quienes los muebles recuerdan. Ahora yo soy otro, quiero recordar a aquel niño y no puedo. No sé cómo es él mirado desde mí"

Felisberto Hernández, "El caballo perdido".